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Confinados entre cadenas

Mucho antes de que la pandemia de Covid-19 azotara a gran parte del mundo, el encierro, el confinamiento, la violencia y el aislamiento eran la realidad diaria de cientos de miles de personas con discapacidad en todo el mundo.

Muchos están encerrados en cobertizos, jaulas o atados a árboles y se ven obligados a comer, dormir, orinar y defecar en la misma área pequeña en la que viven, a veces durante años. ¿Por qué? Simplemente porque tienen una discapacidad psicosocial (condición de salud mental). Esta práctica inhumana, denominada “encadenamiento”, se produce debido al estigma generalizado que rodea a la salud mental y la falta de acceso a servicios de apoyo adecuados, tanto para las personas con discapacidad psicosocial como para sus familias.

Cientos de miles de hombres, mujeres y niños, algunos de tan solo 10 años, han sido encadenados al menos una vez en la vida en más de 60 países de Asia, África, Europa, Oriente Medio y América Latina.

Mientras que el Covid-19 ha expuesto la importancia del bienestar psicológico y la necesidad de conexión y apoyo dentro de nuestras comunidades, también ha exacerbado el riesgo para las personas con discapacidad psicosocial que a menudo están encadenadas en hogares o instituciones superpobladas sin acceso adecuado a alimentos, agua potable y constante, jabón y saneamiento o atención sanitaria básica. En muchos países, el Covid-19 ha interrumpido los servicios básicos y primarios en salud, lo que ha provocado que las personas sean encadenadas por primera vez o que vuelvan a ser encadenadas después después de haber sido liberadas.

Sodikin, un hombre de 34 años con una discapacidad psicosocial es uno de los muchos cuya vida se ha visto alterada por la pandemia. Durante más de ocho años, Sodikin estuvo encerrado en un pequeño cobertizo con techo de paja, de solo dos metros de ancho, frente a la casa de su familia en Java Occidental, Indonesia. Sin los servicios para su concidicón por parte del gobierno, su familia sintió que no tenían más remedio que encerrarlo. En este pequeño radio donde desarrollaba su vida, iluminado por una bombilla, Sodikin dormía, iba al baño y comía la comida que su madre le pasaba en un plato a través de una ventana no más grande que la palma de su mano. Con el paso del tiempo, sus músculos se atrofiaron ante la falta de movimiento.

A pesar de las probabilidades, una vez que tuvo acceso a programas para atender sus requerimiento de salud mental y otros asuntos médicos, Sodikin reconstruyó su vida. Comenzó a trabajar en una fábrica de ropa cosiendo uniformes escolares para niños, convirtiéndose en el sostén de su familia, e incluso tuvo la oportunidad de hacer el llamado para la oración en la mezquita local a la que estaba adscrito, una misión y honor ante su congregación al que pocos llegan. ¿Pero qué pasó con el cobertizo en el que estuvo confinado durante ocho años? Su familia lo quemó y cultivó un jardín en su lugar.

Cuando el Covid-19 golpeó la localidad de Cianjur en la zona rural de Indonesia, la vida ganada con tanto esfuerzo de Sodikin se derrumbó. Su comunidad tuvo que estar en confinamiento preventivo, por tanto la fábrica donde trabajaba cerró, su rutina diaria se interrumpió y se suspendieron todas las formas de apoyo comunitario. Por tanto, la familia de Sodikin volvió a encerrarlo en una habitación.

Según Michael Njenga, presidente de la Red Panafricana para Personas con Discapacidad Psicosocial, “las restricciones de movibilidad, como los confinamientos y los toques de queda, han provocado la desintegración de los servicios de apoyo disponibles. Incluso en áreas donde la salud mental u otros servicios comunitarios estaban disponibles, los gobiernos redirigieron los recursos a otros programas, específicamente para abordar la pandemia. Esto ha tenido un gran impacto en nuestros esfuerzos para poder llegar a las personas que ahora podrían estar encerradas en instituciones o incluso encadenadas dentro de sus comunidades ”.

Con confinamientos prolongados, distanciamiento físico y una interrupción generalizada de los servicios sociales, la pandemia ha desgastado nuestro sentido de comunidad y ha provocado una crisis de salud mental que se avecina.

De los 130 países que respondieron a una encuesta de la Organización Mundial de la Salud, el 93 por ciento informó interrupciones en los servicios psicosociales. Más del 40 por ciento de los países tuvieron un cierre total o parcial de los servicios comunitarios. Además, se interrumpieron las tres cuartas partes de los servicios de salud mental en las escuelas y lugares de trabajo y como si fuera poco, alrededor del 60 por ciento de todos los servicios de terapia y asesoramiento. Aunque los gobiernos de todo el mundo han reconocido la necesidad de abordar el bienestar mental y brindar apoyo psicosocial, esta reflexión no ha conllevado al un aumento de los servicios sociales en las comunidades que más lo requieren.

El Covid-19 marca un punto de inflexión para que los gobiernos presten mayor atención a la importancia que deben tener el bienestar mental y el apoyo psicosocial. Cualquiera de nosotros podría experimentar una crisis de salud mental o un trauma secundario debido a la incertidumbre, el miedo, la ansiedad y la angustia que resultan del aislamiento, las dificultades económicas, el aumento de la violencia familiar y los desafíos diarios de esta pandemia. Y debería ser más urgente que nos detuviéramos a pensar lo que esto significa para alguien cuya vida está confinada a cadenas. Independientemente de la edad, el género, la etnia, la condición socioeconómica o el origen cultural, la salud, incluida la salud mental, es uno de los derechos más básicos y necesarios de los seres humanos, garantizado por el Derecho Internacional y clave para alcanzar los Objetivos de Desarrollo Sostenible de las Naciones Unidas.

A medida que los países buscan un camino para reconstruir  mejor lo perdido y afectado en esta pandemia, los gobiernos deben centrarse en los que corren mayor riesgo, incluidos los cientos de miles de personas con discapacidad psicosocial en todo el mundo que han vivido y siguen viviendo encadenadas. Los riesgos de la pandemia para las personas encadenadas deberían ser un llamado de atención para que los gobiernos prohíban esta práctica, combatan el estigma asociado con la salud mental y desarrollen servicios comunitarios de calidad, accesibles y asequibles, incluido el apoyo psicosocial. Sodikin y muchos otros merecen una vida digna en lugar de cadenas.

Traducido e interpretado del informe de Kriti Sharma y Shantha Rau Barriga para Human Rights Watch.